11.4.08

Extraña manera de ver las cosas...

A PESAR DE QUE LO SABEMOS NOS HACEMOS LOS QUE NO. Sabemos que tanto la llave inglesa que guardamos en la caja de herramientas del garaje como la cuchilla del cajón de la cocina fueron ideadas para asesinar a nuestras esposas. Que no son, como les hacemos creer a ellas, simples herramientas ni cubiertos. Que son armas. Sabemos que también el auto, tanto por su naturaleza como por su concepción, es un arma destinada a aplastar a los hijos de los vecinos que gritan y juegan a la pelota a la hora de la siesta. Lo sabemos. Bien que lo sabemos. Y sin embargo… y sin embargo, claro, es más fácil desvirtuar sus verdaderos fines y usarlos para desajustar tuercas, trozar pollos o acercarnos al cine, que llueve. ¿O acaso no hemos percibido esa sonrisa, esa mirada de complicidad del vendedor de la agencia cuando compramos el auto quien, luego de echarle una mirada rápida a nuestra mujer, nos remarcaba lo fuerte que eran los paragolpes, mientras nos clavaba los ojos? ¿O el otro, el de la ferretería, cuando compramos aquél serrucho y nos deseó suerte, con un guiño? Siempre con la mirada aquella clavada en la nuestra, como una señal. Como la contraseña de una secta secreta.
Tenemos la casa repleta de armas mortales. Crueles. Maravillosas. Cuchillos, hachas, tenedores, latas, botellas, vidrios, cucharitas, martillos, destornilladores, formones, palos de escoba, veneno para ratas… las cocinas son maravillosas armerías y los garajes de nuestra casa verdaderas Cajas de Pandora. Sin embargo nos empeñamos en desatendernos de esta verdad. En colgar los rifles sobre el hogar, rebajándolos a la categoría de un simple adorno. En dejar el martillo allá lejos, en la caja de herramientas; en lugar de tenerlos bien a mano, en la mesita de luz por ejemplo (como para que ellas vayan sabiendo). En dejarnos mandonear por ellas y humillar a nuestras queridas utilizándolas para arreglarles el lavarropas o para traerles el asado de la parrilla. Qué imbéciles. Es como si usáramos un puñal como abre cartas o un rifle para destapar de hojas las canaletas del techo. Podemos hacerlo, pero sabemos. Su viril presencia nos recuerda permanentemente el verdadero sentido de su existencia. De su presencia en nuestro hogar. Acá estoy. No mires para otro lado. Hundime entre los omóplatos y se acabaron los “¡No quiero que vuelvas tarde!”; los “¡Ese amigo tuyo no me gusta!”; los “¡No quiero que entres con las zapatillas sucias, que acabo de encerar el piso!” y principalmente, los “¡¿Otra vez charlando con la rubia del video?!”.
De manera que poco a poco, sin advertirlo, comenzamos muy paulatinamente a tener actitudes nuevas. Acariciamos, pensativos, el filo de la cuchilla de la cocina (que escondemos velozmente si entran nuestras esposas). Cada vez que abrimos el cajón de los cubiertos nos quedamos ensimismados, casi hipnotizados, observando su contenido, como pendientes de su extraño llamado. Buscamos aquella vieja navaja olvidada en el altillo desde tanto tiempo atrás, para recién ahora comprender, mientras la aceitamos, el verdadero sentido de las palabras de nuestro abuelo cuando no las obsequió diciéndonos que había sido de él y antes de su padre. Que ahora era nuestra y que, a pesar de que por aquel entonces aún éramos niños, nosotros solos no daríamos cuenta cuando habría llegado el momento de usarla. O con nuestras esposas de pie delante nuestro, o cuando les hacemos el amor (y, ellas de espaldas a nosotros, nos ofrecen sus nucas y sus débiles cuellos) evaluamos su fragilidad.
Sin contar con nuestra nueva y desarrollada percepción para detectar los mensajes secretos y disfrazados que nos envían en clave nuestros cómplices anónimos. Quienes permanentemente publican y dan a conocer estadísticas que no hacen más que justificar nuestra misión. Que borran todo vestigio de culpa o indecisión. Como aquel censo que nos alertan de que existen siete mujeres por cada hombre. Parece una estadística más, pero no. Es un mensaje en clave. Sobran, nos están diciendo. Sobran. Algo hay que hacer. Hasta que un sábado a la mañana, como el salmón o el elefante que emprender el regreso a donde le indican sus respectivos destinos, despertamos sabiendo que el momento llegó. Abrimos nuestros ojos y ya todo se aclaró. Sencillamente sabemos. Quizá nuestra esposa aún se encuentre durmiendo a nuestro lado. Incluso hasta es probable que hayamos tenido una de esas noches inolvidables. Pero ahora todo aquello nos parecerá lejano, como parte de un pasado borroso. Ya no somos los mismos. Ahora sabemos (“Nosotros solos nos daríamos cuenta de que habría llegado el momento”). Nos levantaremos, nos vestiremos y desayunaremos en silencio. Luego iremos, seguramente con un paso algo indeciso, y pediremos - en un susurro – un hacha de las grandes, una maza de las pesadas o un serrucho. Y toda nuestra prudencia será absurda porque, ¿Quién nos iría a delatar? Alguno de los nuestros? Porque es bien sabido que los sábados las ferreterías y las armerías están llenas de hombres solos. Y es entonces que caemos en la cuenta de que en nuestro barrio casi no hay viudas. Pero viudos sí. Lo cual tal vez explique el extraño clima de sólida camaradería y de complicidad que impera en las reuniones del club de golf. La afable bienvenida con que se recibe a los nuevos integrantes, siempre viudos. Muchos accidentes, seguramente. ¿Qué fatalidad para ellas, no? Así que tímidamente y un poco intimidado por las bromas y codeos compinches de los demás hombres presentes (que seguramente ya han pasado por todo eso y nos mirarán con esa sonrisa entre cómplice y orgullosa del padre que observa al hijo partir hacia su primera noche de amor) tomamos el serrucho de la mano del ferretero (quien nos lo entrega con un guiño cómplice y un ¡suerte!) y desandaremos lentamente el camino hasta nuestra casa. Incluso es probable (siempre pasa) que en el camino nos encontremos con algún vecino inoportuno que nos insista en ir de pesca, al café o a conversar a la plaza, para aprovechar la soleada mañana. Pero tú le dirás que no, que esa mañana no. Que tu mujer te espera.


De Guillermo Soubelet

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que borran todo vestigio de culpa o indecisión...

DeBoRa dijo...

hey perdido...


aca no voy a decir nada...


solo q no me olvido de nadie


y q siempre doy la cara a todo


chau nene cuidate...

Anónimo dijo...

Vivis adentro de una cascara.
Afuera esta todo mal.
Adentro es todo oscuro,
la luz no llega jamas .
El color siempre desaparece
las risas no duran nada.
El dolor te deja marcas,
las marcas, siempre las recordas.
El sol es un puto recuerdo.
Un abrazo te sostiene un poco mas,
y te caes, y esta todo humedo...
Y hace frio, y vos no estas,
y me lastimas y yo te quiero.
Pienso que me salvas...
Y me matas
Porque?
Si yo te quiero
Porque me dejas?